28/4/09

Javier Ortiz


Esta mañana, he desayunado antes de ducharme. No soy persona de hábitos, pero la costumbre de empezar el día con una ducha sólo la esquivo en casos excepcionales o Saharawis. Tampoco he encendido la televisión para sumergirme en la fría realidad a través de los bucles informativos de TVE. Por el contrario he encendido el portátil y mientras se descargaban los correos pendientes, he abierto la edición digital de El Pais. Allí me ha asaltado la noticia: el periodista Javier Ortiz ha fallecido de parada cardiorespiratoria. No he sentido pena, pero si cierta pesadez en el corazón, como si tuviera en su vertice gotitas de mercurio. Gracias a Javier y a Gabriel Albiac me aficioné a la prensa diaria, a sumergirme en ese mundo de adultos poco apetecible, sin dibujos y del que siempre, salías algo más sabio pero siempre manchado. Llegó un momento en que era lo único legible de la sección de opinión de El Mundo, y entonces, sabiamente, lo dejó. Es curioso, podríamos haber sido compañeros de trabajo, al final la teoría de los seis grados de separación va a tener algo de cierto.
Siempre me pareció un tio de fiar, ético, con una claridad en su prosa que envidio y trato de imitar, aunque siempre fallidamente. Hablaría más de él, pero lo mejor que puedo hacer es copiar el obituario que el mismo preparó para sí. Da buena medida del transfondo humano de la persona, que no personaje. Espero que los apesebrados aprendices de plumilla que andan sueltos por el mundo, tomen nota.

Javier Ortiz, columnista


"Falleció ayer de parada cardio-respiratoria el escritor y periodista Javier Ortiz. Es algo que él mismo, autor de estas líneas, sabía muy bien que sucedería, y que por eso pudo pronosticar, porque no hay nada más inevitable que morir de parada cardio-respiratoria. Si sigues respirando y el corazón te late, no te dan por muerto.

Así que en ésas estamos (bueno, él ya no).

Javier Ortiz fue el sexto hijo de una maestra de Irún, María Estévez Sáez, y de un gestor administrativo madrileño, José María Ortiz Crouselles. Sus abuelos fueron, respectivamente, un señor de Granada con aspecto de policía -lo que tal vez se justifique considerando el hecho de que era policía-, una señora muy agradable y culta con allure y apellido del Rosellón, un honrado y discreto carabinero orensano con habilidades de pendolista y una viuda de Haro casada en segundas nupcias con el recién mencionado, Javier Estévez Cartelle, del que se derivó el nombre de pila de nuestro recién difunto. Si algún interés tienen todos estos antecedentes, cosa que dista de estar clara, es el de demostrar que, en contra de lo que suele pretenderse, el cruce de razas no mejora el producto. (Obsérvese qué gran variedad de procedencias se puso en juego para acabar fabricando a un vasco calvo y bajito.)

La infancia de Javier Ortiz transcurrió en San Sebastián, ciudad que le venía muy a mano, porque nació allí. Se dedicó básicamente a mirar lo que había por sus cercanías, en particular el pecho de las señoras -ahora que ya está muerto podemos descubrir ese inocente secreto suyo-, y a estudiar cosas tan peregrinas como las ciudades costeras del Perú, de las que no logró olvidarse hasta su postrer respiro. Los jesuitas trataron de encauzarlo por el buen camino, pero él descubrió muy pronto que era comunista. Eso malogró del todo su carrera religiosa, ya de por sí poco prometedora, sobre todo desde que notó con desagrado el interés que algunos sacerdotes ponían en sus partes pudendas.

Su primer trabajo como escribidor, aparecido en una página del periódico del colegio, fue, curiosamente, una necrológica, con lo que cabría decir que su carrera como periodista ha resultado capicúa, singular circunstancia de la que muy pocos podrían presumir, aún en el improbable caso de que lo pretendieran.

A los 15 años, hastiado de las injusticias humanas -algunas de las cuales seguían teniendo como referencia obsesiva los pechos femeninos-, decidió hacerse marxista-leninista. Los años siguientes tuvo que emplearlos en averiguar qué era eso que acababa de hacerse, a lo que contribuyeron decisivamente algunos esforzados miembros de la Policía política franquista.

A partir de lo cual, se dedicó con gran entusiasmo a cultivar el noble género del panfleto. Sin parar. A diario. Año tras año. Fue cambiando de punto de residencia, no siempre por voluntad propia -ahí merecen especial mención sus estancias carcelarias y su exilio, primero en Burdeos, luego en París-, pero jamás varió su inquebrantable afán de agitador político, que él pretendía haber adquirido, por absurdo que parezca -y sea, de hecho-, en la lectura de Los documentos póstumos del Club Pickwick, de don Carlos Dickens, y de las Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Padarox, de don Pío Baroja.

Burdeos, París, Barcelona, Madrid, Bilbao, Aigües, Santander... Recorrió incontables sitios y holló innúmeros parajes sin parar de escribir, erre que erre. Zutik!, Servir al Pueblo, Saida, Liberación -y Mar, y Mediterranean Magazine- y El Mundo, y una docena de libros, y varias radios, y algunas televisiones... Por escribir, incluso escribió para otros y otras, ejerciendo de negro en momentos de particular penuria. También lo hizo a veces por amistad.

Movido por la lectura del Selecciones de Reader's Digest y otras publicaciones estadounidenses tan aficionadas a ese género de operaciones, un día decidió calcular cuántos kilómetros cubrirían sus escritos, en el caso de colocarlos todos en una sola larguísima línea de cuerpo 12. El resultado de la estimación fue concluyente: ocuparían la tira.

En materia de amores (de la que sería injusto decir que careciera de alguna experiencia), también fue capicúa. Decía que las mejores mujeres, las más cariñosas y las más nobles con las que compartió sus días (sin desdeñar dogmáticamente a ninguna otra), le resultaron la primera y la última. Aunque la favorita le apareciera por medio: su hija Ane.

Y todo para acabar con algo tan vulgar como la muerte. Por parada cardio-respiratoria, como queda dicho. En fin, otro puesto de trabajo disponible. Algo es algo".

La canción supongo que le gustaría como despedida


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