Ella llora y las lágrimas empapan el algodón de la camisa de él, que no termina de creerlo. "Ponme el anillo", le pide. Él agarra su mano derecha y, con los dos dedos de la mano izquierda, le coloca la sortija. "Me baila un poco", dice ella. "Lo llevaremos a arreglar", dice él. Ella lo besa y el tiempo parece detenerse. Cuando se separan, él también llora.
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Va haciéndose de noche. El Madrid jugaba a las diez y el champán se le ha subido un poco a la cabeza, así que toca volver al amarre. Él tiene muchas ganas de eructar, pero lo camufla respirando fuerte. Ella tiene la cabeza sobre su pecho, al principio molesta un poco pero una vez la zona se queda dormida no hay problema. Él juega con las manos en su pelo, buscando chichones, sin éxito, en el cuero cabelludo. Va siendo hora de volver, así que se palpa el bolsillo y toca el anillo. Roza el interior con el dedo y no consigue apreciar el relieve de la anterior inscripción. Estos joyeros de hoy en día son la hostia. Así que se lo saca del bolsillo y se lo pide.
Ella llora, como no podía ser de otra manera. Las lágrimas le mojan la camisa, pero no pasa nada, total, la va a lavar ella. Le pone el anillo rápido y espera que no le quede enorme. Se sorprende de que, más o menos, le sirva (otra cosa que ambas tenían en común) y que sólo diga que "le baila un poco". "Lo llevaremos a arreglar", dice él (otra vez, piensa). Ella lo besa lentamente y el tiempo parece detenerse. Él espera que no demasiado, no quiere perderse el partido del Madrid. Él odia que a ella no le guste el fútbol, porque todavía podía cambiar de nombre el abono del año pasado. Mientras, recuerda el gol de Zidane y cómo en Leverkusen decidieron que estarían toda la vida juntos. El recuerdo le aprieta en el estómago y le brotan las lágrimas. Ella se da cuenta un segundo después de dejar de besarse.