
Acudo a la primera edición de la cena de los primos de la familia paterna. La fertilidad de mi abuela hace que seamos un total de 18 convocados, parejas incluidas. Soy el único hijo único de la cena, por lo que no quiero llegar el primero a casa de la abuela y merodeo por las calles adyacentes mientras hago tiempo y trato de recordar la tienda de golosinas o el quiosco de periódicos. Todo esto en vano porque mis abuelos paternos nunca me compraron golosinas o me pidieron que les llevara el periódico.
Entro con mi primo a la casa de la abuela después de ¿15 años?. Desde que se murió el abuelo, los años le pesan cada vez más y yo no soy tan buen actor como para que no se me note en la cara que creo que no está tan bien como dice el resto. Mi abuela simula ver "Cine de Barrio" desde la cama terapéutica de la que no se puede levantar y, a la izquierda de la televisión, preside el comedor una nevera blanca y aséptica que, por no tener, no tiene ni imanes del Telepizza.
(Mi abuelo era muy raro. Tanto que, cuando mi padre y sus hermanos le regalaron la nevera, dijo que no la necesitaba y la mantuvo apagada durante dos años hasta que la antigua se murió de vieja. Algunas de esas rarezas las vertió sobre mi madre y decidí dejar de ir a verle. Murió y lo sentí por mi padre, pero el rostro en la capilla ardiente no me trajo a la memoria ningún tipo de nostalgia. Lo siento, padre.)
Nos despedimos de la abuela y fuimos a la cena. Veía mucho a mis primos cuando éramos más pequeños y a los bautizos les sucedían las comuniones y las confirmaciones. Una nueva ola de bodas ha resurgido el espíritu y las diferencias de edad, una vez pasados los veinticinco, no son tales. Pese a todo yo acudo al sarao vestido con mi identidad secreta, como si de un superhéroe me tratara, porque la distancia y el tiempo han erosionado las relaciones hasta difuminar la línea entre el cariño fraternal o la simple amistad.
Por suerte, el vino acaba tirando más que la sangre y los botones de las camisas se sueltan poco a poco para acabar descojonados de la risa recordando campamentos de verano y los primeros amores en Gandía.
Nos despedimos hasta la próxima. Tengo que llevar a mis primos pequeños a casa, por lo que no me quedo a las copas. Antes de subir al coche, cuando ya estoy solo, busco una cabina telefónica en la que dejo el traje, el sombrero y las gafas para volver a ser quien soy.
Qué alivio.